¡Ruge, ruge Marañón!
«La Serpiente de Oro» se embravece y trata al bote como el aire a una insignificante veleta.
Por José Luis Aliaga Pereira.
«Toma mi bravura —nos dijo El Marañón—, toma mi sangre y calma tu miedo»
Y tragamos parte de la ola que a más de cien metros del puente de Balsas, en el primer RÁPIDO, como lo llaman los profesionales que navegan sus aguas a los lugares en los que «La Serpiente de Oro» se embravece y trata al bote como el aire a una insignificante veleta. El río sabía que se trataba de nosotros que navegábamos sus aguas para conocerlo y amarlo más; para defenderlo de los depredadores y, por ello, nos saludaba eufórico a su manera; a solo minutos del momento en que bajáramos en los botes desde el lugar denominado Chacanto.
Todos, lugareños y extraños, lo respetan; escuchan atentos su invencible rugido y bajan seguros, si es que ya los abraza con sus aguas, porque sienten su cariño de hermano o padre, alimentador de la Mamapacha.
Enormes montañas, cual chirimoyas gigantes, acompañan nuestro viaje. El río no se queja de este encierro, al contrario, se desliza tranquilo en su hábitat, sin resignación, alegre, ondulante, tentador, humilde.
Las risas de los que conducen los botes son francas, abiertas, nos dan seguridad; su conversación nos presenta al río como un verdadero amigo. Al Marañón —afirman— gózalo, respétalo y defiéndelo; y, al mismo tiempo, liberan de su radiograbadora música suave que acaricia cual mirada inteligente de un saltamontes que contempla agradecido la inmensidad.
De pronto un ruido se acerca, o, perdón, al revés, los botes y nosotros nos acercamos a un lugar que con su rugido rompe el silencio que te transporta con infinidad de pensamientos. Wilfredo, el que dirige el bote, nos habla del próximo RÁPIDO y nosotros tocamos el agua helada, mojamos la cara y el pecho para que no nos sorprenda el corazón que, ante el vaivén del bote y el cambio de temperatura, suspira. Mientras el río carcajea al ver nuestras caras de susto con sus mil ojos, pequeñas gotas de agua que nos rodean como las peñas y el sol.
No se preocupen —nos dice, hipnotizado, el conductor del bote, como sí hablara en nombre del río —acamparemos aquí.
El Marañón, en una curva, se explaya cual bienvenida a nuestra primera noche de viento, arena, belleza, admiración, respeto y conversa.
Un olor, a creación, a mundo nuevo, nos invade el alma.
Ya en la orilla, bajamos del bote, las bolsas, herméticamente cerradas, que contienen alimentos, carpas y abrigo.
Árboles curiosos y un colorido de piedras parecieran esperar nuestra visita.
Estamos en la “Playa del Cura” —grita Wilfredo.
Sin que nos diéramos cuenta, desde la rama de un árbol, un niño nos observa, sigiloso, con sus ojos negros y la cara sucia. Después, nos enteramos que se trataba de Royer.
A la altura de “La Playa del cura” o Tuen Chico, el río forma una especie de recodo, los árboles en su orilla nos cubren parcialmente del viento de norte a sur.
Luego de acomodar lo necesario, llamamos a Royer para que nos acompañe mientras alistamos las carpas y la cocina. Se acercó despacio, sin temor, parecía acostumbrado a esta clase de encuentros.
—Me llamo Royer —nos cuenta—. Mi padre se llama Isaías y le dicen Isha y mi mamá se llama Isabel y le dicen Chabela.
Sus ojos negros y grandes nos miran y auscultan directamente y con franqueza; después, se pasean por cada cosa que colocamos sobre la arena.
— ¿Y tu papá? —le pregunta Anselmo, el otro conductor de botes.
—Ahistá —responde señalando su casa detrás de los árboles—. Ya sabe que han llegau. Seguro que aurita viene.
En efecto, como si hubiese escuchado nuestras palabras, apareció don Isaías, con su machete al cinto. Al igual que hicimos con su hijo, todos nos presentamos saludándolo con un apretón de manos.
—Yo pensaba que eran gringos —nos dice sonriendo.
Luego de las presentaciones, Melitón pregunta:
—¿Cómo está la salud y cómo van las chacras, don Isaías?
—Acá, tenemos de todo. No nos podemos quejar. Agua hay, gracias al Taitito que nos a dau nuestro río. Todo lo tenemos a la mano. De lo único que sufremos es pa’ llevar nuestros productos a la ciudá. Eso nos falta. ¡Si bajaran los botes más seguido sería buena ayuda! —afirma don Isha —. ¡Otro gallo nos cantara! Las balsas llegan de vez en cuando. Nues igual. El Marañón con sus aguas limpias, ahista, esa es la solución.
—Eso sería muy bueno —responde Melitón —En estos días ¿cómo esta la crecida?
—Nuay. Está bueno. El tiempo y el río saben lo que hacen. Se ponen de acuerdo.
—Cierto, cierto —dice Melitón—. Nosotros somos amigos.
Esa noche degustamos con don Isaías y Royer, después de una sencillísima cena, un tazón con chocolate, pan y palta. Nos contaron que, al día siguiente, llegaría la balsa para llevar algunas cosas, pero nues seguro —dijeron.
—Cuéntenos algo del río, ¿usted sabrá muchos secretos? —inquiere Ula, compañero nuestro, todos paramos las orejas.
—Fijiusté. Le contaré pue’ lo que pasó con mi Royer. Cruce y cruce el río paraba, de allá pacá —se pone de pie y habla señalando al lugar que llaman “Playa del cura”—. Diaorilla a orilla paraba. No quería ir a la escuela. Lo mandábamos y otra vez luencontrábay braciando en el río. Cuántos chicotazos li dau. ¡Y nada! Y en uno desos días le digo, su mamá llanto y llanto: Cholo, cualquier rato te traga el río. Y este —dice señalando a Royer—. Risa y risa nomá. Esa esqués su cualidá.
Don Isaías se calla, parece no querer contarnos de las travesuras de su hijo; pero, después, mirando el río, como con orgullo, continúa su relato:
—Un día —nos habla a medio reír—. Yo estaba, ya pue por irme a ver mis sembríos puarriba por la falda y escucho la voz de mi Chabela: ¡Ishaaa! ¡Ishaaa! ¡Al Royer lo lleva la correntada! ¡Ishaaaa! Ishaaaa! Clarito lo escuché. Bajé corriendo puahí —nos dice señalando el lugar donde colocamos una banderola, a la orilla del río—. El río lo jalaba como a cualquier grajo. Braciando, braciando llegué hasta él. En un monte, que siabía atrapau en una piedra, se sujetaba fuerte mi cholo.
Don Isaías se emociona, y se soba con la mano derecha la frente y toda la cara.
—Agarradazo, sujetau estaba. Apenitas lo saqué. Ya no le di su maja. Estaba asustadazo. De ahí, nunca más falta al colegio. Fíjiusté. Parece mentira, siacurau. El Marañón sabe. Tiayuda.
—¿Y sigue cruzándolo o ya no? —le preguntamos en coro.
—De vez en cuando. ¡Fuiiiiuu! Hoy lo respeta. Santo remedio.
Don Isaías se queda mirando el río, medio triste, pensativo, como filosofando. De pronto, avanzando unos pasos nos dice:
—Por eso digo Taitito: gracias por darnos este nuestro río. Ahora, con esto de que los demonios quieren matarlo, recién nos hemos dau cuenta que las muertes en su nombre alimentan más sus rugidos. ¡Ruge! ¡Ruge! ¡Marañón! ¡Ruge por nosotros!
Un viento fuerte pasa silbando, arrastrando arena y sacudiendo las carpas.
—Es él, así es —afirma, moviendo la cabeza, abriendo más los ojos y levantando las cejas—. Te advierte quién es el que manda aquí. Tienes que saber entendelo.
Al siguiente día no llegó la canoa. Los comuneros que llegaron trayendo sus productos tuvieron que esperar otro día más. Nosotros juntamos las carpas en las bolsas. Las cerramos herméticamente y, partimos río abajo.
Los compas nos despidieron agitando los brazos. El rugido del Marañón llegaba a nuestros oídos, débil primero y después fuerte: El próximo RÁPIDO estaba cerca.
Las palabras, los gritos, de don Isha quedaron grabados en nuestras mentes:
¡Ruge! ¡Ruge! ¡Marañón! ¡Ruge por nosotros!